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Ya hay fresias en los puestos de flores
Sobre nuevas/viejas mediciones del tiempo
Ya hay fresias en los puestos de flores, este año se adelantaron. Empezaron a principios de agosto, con algunas apariciones tímidas (y caras) en julio. Son mis flores favoritas, por eso cuando aparecen los primeros carteles de “ya hay fresias” me pongo contenta.
Me gustan sus colores saturados y el perfume, la delicadeza del tamaño de la flor, la suavidad de los pétalos, me gusta que sea una flor que oculta su centro. Y me gusta, sobre todo, el anuncio que traen con ellas.

Mi puesto de flores con el anuncio esperado
Otras flores (las siemprevivas o las margaritas, por ejemplo) se sostienen inclaudicables en los puestos todo el año. Tienen el tinte aletargado de lo que no se termina. Mis fresias, en cambio, duran dos meses los años malos, cuatro si tengo suerte. Las fresias anuncian lo que luego las frutillas confirman: ha vuelto.
Para mí, y quizás también para ustedes, las fresias son las marcas de un reloj que mide un año entero. Mi reloj anual incluye, además de las fresias: las frutillas, los jazmines, ¡los espárragos!, que anuncian la entrada del verano. Las cerezas que avisan que es diciembre (como el tomate que, aunque está todo el año, de pronto aparece rico, jugoso y ácido).
No creo ser una persona del team verano, aunque sí me gusta más el calor y los días largos. Pero lo que me gusta, lo que me gusta de verdad, es vivir en un lugar con estaciones marcadas, porque me gusta que la naturaleza me hable del paso del tiempo.
En El orden del tiempo, el libro de divulgación científica más aterrador que leí en mi vida, Carlo Rovelli explica la física del tiempo (o al menos lo que sabemos hasta ahora del tema) y las hipótesis de la gravedad cuántica que nos acercan a la idea de un mundo sin tiempo (avisé que era aterrador). Pero después de desarmar una a una todas las ideas que tenemos del tiempo, Rovelli se pregunta qué nos queda. Y lo que nos queda es nuestra experiencia del tiempo. Lo que queda, es nuestra memoria, lo que une el presente constante en el que vivimos, con otros presentes anteriores y con otros presentes imaginados.
Rovelli cita a San Agustín. Dice:
«Observa que estamos siempre en el presente, porque el pasado es pasado y, por lo tanto, no es, mientras que el futuro todavía tiene que llegar y, por lo tanto tampoco es. Y se pregunta cómo podemos ser conscientes de la duración, y aún menos ponderarla, estando siempre únicamente en el presente, que es por definición instantáneo. ¿Cómo nos las arreglamos para saber con tanta claridad del pasado, del tiempo, si estamos constantemente solo en el presente? Aquí y ahora no hay pasado ni futuro. ¿Dónde están? La conclusión de San Agustín: están en nosotros.
»El análisis que hace San Agustín es muy hermoso. Se basa en la música. Cuando escuchamos un himno, el sentido de un sonido viene dado por los sonidos anteriores y posteriores. La música únicamente tiene sentido en el tiempo; pero si nosotros, en todo momento, estamos solo en el presente, ¿cómo podemos captar ese sentido? Podemos –observa Agustín– porque nuestra conciencia se fundamenta en la memoria y en la anticipación. El himno, un canto, de algún modo están presentes en nuestra mente de forma unitaria; hay algo que los unifica, y ese algo es lo que para nosotros es el tiempo. Tal es, pues, el tiempo: está íntegramente en el presente, en nuestra mente, como memoria y como anticipación». Son esos cambios o apariciones los que nos permiten leer un fluir del tiempo.
David Hockney pinta, cada tanto (2011, 2013 y 2020) la llegada de la primavera. Suele repetir encuadres y lugares, y cuando vemos todos los dibujos juntos pareciera que podemos ver cómo la campiña inglesa o la francesa despierta. Pareciera que podemos ver como avanza el tiempo. Leí hace poco una entrevista en la que Hockney decía “Tuve que esperar a que sucedieran los cambios. Algunos dibujos estaban demasiado cerca de los previos y comprendí que debía ser menos impaciente. Tenía que esperar a cambios mayores. Eso me hizo mirar con más rigor lo que estaba dibujando.”
En el ejercicio de mirar con atención las marcas de la naturaleza que indican un avance del tiempo descubro cierta calma propia de la repetición. Si somos pacientes y miramos con rigor, el mundo a nuestro alrededor cambia casi por completo, pero vuelve siempre al punto de partida y en la mitad del invierno los días empiezan a hacerse más largos, y cuando quiero acordarme ya hay fresias de nuevo esperándome en el puesto de flores.

Yendo a comprar fresias
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