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Verano en frascos
Sobre la anticipación imaginativa y el dulce de frutilla
Ayer la ruta 2 ofrecía, como siempre, oportunidades para la aventura. Esta vez en forma de fruta. Tomada por la alegría que me dan las primeras frutillas del año, me traje medio cajón.
Una de mis partes favoritas de cocinar es la anticipación imaginativa: empieza cuando se elige la materia prima. No digo que para cocinar haya que estar en estado de éxtasis permanente. La mayoría de las compras de frescos se hacen en automático, reponiendo las verduras y las proteínas habituales de la casa. Estoy hablando del momento de revelación: Paseando entre pilas de limones y papas, aparecen coliflores y el cerebro se acuerda de una receta de puré que podría ser una exquisitez.
La comida empieza a cocinarse al calor de la idea. No solo qué receta va a ser sino cuándo podría prepararse y para quiénes. Si es una receta a testear y mejor probarla sola, o si es un clásico que requiere una excusa para compartirse.
Así volvía yo con mis tres kilos y medio de frutillas.
La fruta tiene otra característica que hace que la anticipación imaginativa de la cocina tenga que activarse: fresca dura poco. Tres kilos de frutillas pueden ser una fuente de alegría extendida, o tres días de felicidad y una semana cortando puntas podridas y jugando a la lotería de “¿exquisita o inmunda?”.
Así que, después de haber lavado la fruta y haberla dividido en función de lo madura que parecía, empecé a preparar el futuro.
Lo primero que hice fue cortar algunas y guardarlas con una cucharada de azúcar en la heladera, el gesto aprendido de mi mamá, que siempre que había frutillas hacía con las más maduras un bowl de fruta dulce para tener de postre.
Después, sequé y guardé en un tupper con servilletas varias enteras, que serán tarta de pastelera y frutillas en los eventos sociales de esta semana. Y fue ahí que me acordé de que existía el dulce.

Ya hemos conversado sobre los tesoros cotidianos, pero quizás deberíamos detenernos en la mermelada. Es que es un tesoro que uno puede preparar con sus propias manos, con relativa sencillez. ¿Con cuántos otros tesoros ocurre?
Por un kilo de fruta cortada, medio kilo de azúcar y el jugo de un limón. El limón se agrega solo si la fruta no tiene pectina (gran palabra), como es el caso de la frutilla. Es entre la pectina, el calor y el azúcar que se produce esa jalea aterciopelada. Los cítricos tienen pectina, los frutos rojos no. Pero como se puede hacer dulce de casi cualquier cosa, mejor preguntarle a internet cada vez que uno quiera probar un dulce nuevo.
Dejamos que se conozcan los ingredientes y se amiguen en la olla por una hora. Las frutillas tienen que empezar a soltar su jugo. Después, fuego medio hasta que hierva. Cuando hierve, lo bajamos al mínimo y lo dejamos destapado por media hora o cuarenta minutos.
Pero no es como cuando uno hace carne al horno, que la deja ahí y espera que el calor y los menjunjes hagan su magia (mi bisabuela a la carne al horno con papas le decía la comida de haragán, porque es tirar todo en una asadera e irse a mirar un partido de tenis, ojeando cada tanto que no se haya quedado sin agua). El dulce hace sus cosas de dulce más o menos solo, pero necesita que una lo mire cada 5 o 10 minutos, lo revuelva para evitar que se pegue, como diciéndole “vamos, que vas bien”. La única complicación del dulce es conocerle el punto, pero nada que un platito y un video con 10.000 vistas en youtube no resuelvan.
Si tuviéramos frascos esterilizados, podríamos guardarlo un año en algún lugar oscuro. De hecho: esa es su función principal: ofrecer el recuerdo de las frutillas en el invierno. Pero si no, bien podemos preparar frasquitos de dulce, guardar uno para nosotros y repartir el resto entre amigos como quien ofrece un botín.
Como Hockney, que dibuja flores en su ipad para mandarle a sus amigos y que amanezcan con flores frescas todas las mañanas, así enviar un frasquito de dulce de frutilla para acompañar el desayuno de los míos.

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