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Pilas de libros
Sobre el orden de los libros por leer
No puedo evitarlo: soy apiladora. Tengo pilas en la biblioteca de libros por guardar, pilas de libros que quiero leer o para hojear, pilas de libros de consulta en el escritorio. Y, claro, la pila de la mesita de luz.
La pila de la mesita de luz, contra cualquier pronóstico, no es el listado de los libros que estoy leyendo: es una pila de olvidos. Libros que en algún momento parecieron una buena idea, y que finalmente no terminaron cumpliendo los exigentes requisitos de mis lecturas de cama. Crece la pila, en altura y abandonos, hasta que asumo la derrota y devuelvo esos libros a la biblioteca.
Suele haber dos libros que están en la mesita de luz pero que se salvan del destino trágico de la pila: la lectura de la mañana y la lectura de la noche.
Soy una mujer de las mañanas. Pocas cosas me hacen más feliz que despertarme antes de que amanezca, estar despierta mientras el mundo sigue el pulso del sueño, abrir la persiana y ver como el día empieza de a poco a desperezarse. Mis horas más lúcidas son entre las seis y las diez, y es el tiempo en el que me gusta leer de corrido un rato largo, e intento sacar adelante las tareas más difíciles del día (es decir: escribir y pensar). Después, el resto de los humanos se despiertan y una tiene que volverse parte de la conversación. Los libros de la mañana son libros exigentes, que necesitan una hora de lectura sin más interrupciones que las que provoca cebarse un mate o avisarle a K. que ya es la hora a la que quería levantarse.
Por el contrario, llego a la noche, al borde del desmayo. A veces la realidad se impone y exige horarios de sueño más laxos, acostarse más tarde. Trajines necesarios que una siesta bien ubicada en el tetris horario puede salvar. Pero si nada interrumpe cierto ritmo natural de la cosa, me gusta estar en la cama entre las nueve y media y las diez, leer pero como quien va a un teórico solo a firmar la asistencia, que puede quedarse cinco o veinte minutos, dependiendo de lo que se retrase la cita que le impide quedarse, y dormirme temprano.
Es por eso que los libros de la noche son lo opuesto a los de la mañana: libros que ofrecen mucho y piden poco, que una puede leer entre dormida y no recordar nada al día siguiente, fragmentarios como los diarios o las novelas de este siglo, que dejen a la máquina de pensar con un runrún suave, que prometan sueños.
Me entretengo mirando la pila desde la almohada. Me pregunto, de pronto, por las otras lecturas que tengo abiertas alrededor de la casa. El libro que leo entre reuniones o cuando algún tiempo muerto me sorprendió sentada en el escritorio suele ser o bien una relectura o bien un libro nuevo, nuevísimo, que todavía me sorprende hojear. La lectura de poesía o de ensayitos coloridos funciona muy bien a las siete de la tarde, como forma de decirle al día “hasta acá has llegado”.
Está también mi favorita por excepcional, cuando una se encierra para no ver a nadie, lee por horas y a lo largo del día, cambiando de locaciones dentro de la casa, hasta terminar el libro. Solo después de terminado, una sale a dar una vuelta y a descubrir que el mundo exterior no ha cambiado, que es igual que siempre, y que eso es sorprendentemente perturbador.
O los libros de mochila, elegidos nunca por su tema sino por el largo: la búsqueda de equilibrio entre el peso y la longitud suficiente para aplacar el terror que provoca la idea de que se termine y todavía quede media hora de espera en un consultorio. (Pienso que estos libros fueron suplantados últimamente por lo que llamo “lectura de celu” y que es nada más que algún libro que me descargué y que se puede leer sin necesidad de continuidad, cada vez que la espera sorprende sin libro. Algunos memorables de esa categoría: El poder del mito, de Campbell, Nada que temer, de Barnes y Meditaciones de Marco Aurelio, que pasó, luego de la compra de una edición muy monona, a lectura de noche).
El fin de semana fui a la FED y cuando volví dejé los libros, apilados, en el living. Quizás debiera probar una estrategia nueva: mirarlos y pensar libros de qué momento del día son. Reordenar así los pendientes o incluso la biblioteca entera. Abandonar la tiranía del orden temático o por países y distribuir los libros entre matutinos y crepusculares, de insomnio o de calle. La clasificación podría singularizarse hasta el infinito: para días de lluvia que se han despejado sorpresivamente de planes, para vacaciones de montaña o noches insoladas. Una clasificación absurda, sí, pero perfecta, en la que cada libro tenga claro su tiempo ideal de lectura y así yo deje de tener pilas de abandonados en la mesita de luz porque no eran lecturas de cama.
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