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La vista contracturada
Sobre mirar de lejos
Volví caminando de la oculista con el celular guardado y sin auriculares, que es lo que hago cuando quiero mirar. La médica me había mandado a hacer eso mismo (qué bronca cuando la solución a un problema de salud es tan tarada que la expone a una a su propia dificultad para ser una adulta más o menos funcional). Ante la razón de mi consulta, su sugerencia fue concisa: Gotas y cada dos horas de pantalla, cambiar el foco. Por dos horas de pantalla, hay que mirar por la ventana veinte segundos.
Mientras volvía, me acordé de mi oculista en La Plata. La última vez que fui, me contó que estaban viendo muchísimos casos de astigmatismo en menores de tres años (edad poco habitual para tener astigmatismo), que tenía que ver con nenes chiquitos contracturando la vista contra pantallas, y que parte del tratamiento era sentarlos a mirar por la ventana. A mirar de lejos.
Aunque un montón de caritas infantiles asomando por una ventana me produce la misma ternura que este poema de e.e. cummings, la imagen previa (nenes de tres años manejando una tablet) me resulta aterradora. No quedaba más remedio que ponerse a mirar por la ventana.
A los quince o dieciseis años usé anteojos por primera vez. Llegué a la consulta por unas migrañas. No recuerdo mucho de ese día, pero sí del que, una semana después, fuimos a buscar mis lentes nuevos. Cierro los ojos hoy y puedo ponerme otra vez ese par rosa con brillitos, mirar el suelo y ver todos los colores tornasolados del charco que había al lado del auto, y que hasta hace unos minutos para mi era gris, chato. Recuerdo la sensación de que el mundo tenía una definición que yo me había perdido hasta ese momento, que mirar de pronto estaba buenísimo. Pero también aparecía con eso su contracara: el descubrimiento de que la vista no era un sentido fiable.
Ese doble sentimiento aparece, más o menos diluído, cada vez que, después de hacer un esfuerzo sobre humano para descifrar algo, me pongo los anteojos y el mundo se esclarece. Soy un poco miope, así que mirar de lejos es una tarea que desde hace más de diez años requiere ayuda externa. La sensación se parece un poco a estar frunciendo el ceño por el sol de frente, hasta que alguien te pasa un par de anteojos de sol, y de pronto el cuerpo entero se destensa. Todos los músculos de la cara quedan cansados, como cuando baja el cansancio acumulado después de haber llegado a una meta. La expresión «la vista contracturada», aunque graciosísima (es como decir «tengo el olfato contracturado»), es bastante precisa.
Estoy desde entonces, trabajando en la compu y mirando cada vez que me acuerdo por la ventana. Desde mi escritorio veo un pulmón de manzana que le dan ganas a una de quebrarse la pata solo para entretenerse mirando. Pero el tiempo de los pulmones de manzana pasa lento. Se parece más a las cámara de seguridad de los supermercados chinos, que a hacer zapping.
Veo una obra en construcción, pala mecánica incluida. Veo el avance de las vigas, que con viento a favor podrán colocar la semana próxima. Veo a dos hombres corpulentos limpiar una terraza antes de poner membrana líquida. Veo una discusión que no escucho, pero veo el revoleo de manos por el aire. Veo una mujer que come algo de un bowl mientras mira por la ventana. Veo personas colgando la ropa, sábanas volando. Veo unas sillas monoblock apiladas, muchos tenders. Veo un jardín secreto, muy cuidado, pero nunca veo a nadie que haga jardinería. Veo la lluvia del fin de semana. Veo un chico que empieza a fumar en el balcón cada vez desde más temprano.
Mirar por la ventana abre inevitablemente la pregunta sobre cómo vivimos. ¿Todos hacemos eso? ¿Yo también me veo así? El ejercicio de poner en el centro (de la vista, de la atención) algo que ocurría como ruido a un costado, lo enrarece.
Cuando una mira por la ventana, lo que descubre es que ahí afuera pasan muchísimas cosas. Que después de los veinte segundos, podría mirar veinte segundos más. Pero primero, hay que hacer el esfuerzo de mirar un rato algo que no pide ser mirado. Que la mirada se vuelva un ejercicio activo, en lugar de la respuesta a un estímulo que pide atención desesperado.
El ejercicio de volver a mirar, de mirar en lugar de ver, las cosas que nos rodean. De intentar describir con precisión los movimientos de la obra de enfrente (ahora, mientras escribo, llegaron a la obra dos personajes nuevos, que miran y señalan las esquinas. Mientras, la pala continúa hurgando en las profundidades). De, como diría Perec, «interrogar lo que para siempre parece haber cesado de sorprendernos». Mirar de lejos descontractura la vista, sin duda, pero también las ideas. La atención, contraintuitivamente, limpia el cerebro.
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