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Ginecología francesa y chusmerío de época

El hombre de la bata roja, de Julian Barnes (Anagrama, 2021).

A veces pienso —más de lo que sería prudente admitir— en la suerte que tengo por haber nacido en el momento en el que nací. El presente me parece un tiempo delirante en el que podemos ver en tiempo real en dónde anda Perserverance, podemos volar y, sobre todo, tenemos antibióticos. 

Cada vez que pienso que hace 130 años los antibióticos no existían, me vuelvo loca por quince segundos (¡ciento treinta años! ¡no es nada!).  Es que me imagino cómo habrá sido operarse una apendicitis hace 100 o 150 años y, spoiler alert, era la mayoría de las veces un certificado de defunción. Muchos médicos, al menos en Francia, cuando les sugerían la extravagante idea de lavarse las manos antes de operar, respondían “un caballero siempre tiene las manos limpias” y procedían a achurar con las uñas llenas de mugre de 1880.

“Soy el monarca de las cosas transitorias ”  Conde de Montesquieu 

Este mes estuve leyendo El hombre de la bata roja, de Julian Barnes (Anagrama, 2021). 

Es un libro raro, que me cuesta explicar por qué me tiene tan fascinada. Arranco diciendo “es la biografía de Pozzi, el tipo del cuadro de Sargent este, que era un médico anticlerical, ateo, liberal, que era el ginecólogo más importante de la Belle Époque parisina”. Veo que mi interlocutor me mira raro y cambio:  “bueno en realidad es lindo, porque está lleno de chusmerío de época”. ¿Quién puede ser indiferente a un buen chusmerío de gente que se batía a duelo y tenía una moral pública muy estricta, pero una moral privada, cuanto menos, permisiva? 

El doctor Samuel Jean Pozzi en casa, John Singer Sargent (1881)

No había tenido antes una obsesión por la Belle Époque. Como ya sabrán por conversaciones anteriores, no tiene romanos y emperadores, ni monjitas españolas. Me parecía una época que había tenido el destino trágico de ser inmediatamente anterior al quiebre demencial que fue el principio del siglo XX. En mi idea, construida en base a una lectura temprana de Henry James y la tonelada de prejuicios que caracterizan a la adolescencia, la Belle Époque era una época provinciana, demasiado atada a un pasado que se les escapaba, demasiado conservadora, como se aferra una a las cosas que se le escurren de las manos. 

Y puede ser que sea un poco así (lo correcto sería decir que Pozzi era el mayor referente de la ginecología francesa, porque en el pasado las cosas quedaban muy lejos entre sí, y hasta la ginecología tenía un color local), y es cierto que hay algo un poco ridículo en el juicio a Wilde, o en la preocupación porque el Príncipe Edmond de Polignac fuera trolo y su esposa Winnaretta Singer, además de torta, peor, norteamericana (LA pareja del libro, on my books). 

Pero hay algo que me resulta fascinante en este libro, además de lo bien escrito que está y la preocupación de Barnes por cómo hacer para escribir una biografía de gente que lleva tanto tiempo muerta. Ese algo que me lleva pensar que quizás tenga que tomarme un semestre literario de 1880 a 1900: la sensación de que, quizás por el quiebre de época inminente, quizás porque el libro se ocupa de los dandys parisinos, son toda gente que no se toma demasiado en serio a sí misma.

Me explico: 

Wilde, después de salir de la cárcel, viajó a París. Dice Barnes que «andaba abatido y admitió que le había tentado a la idea de suicidarse y había bajado al Sena con ese propósito. En el Pont Neuf había encontrado a un hombre de aspecto extraño que miraba al río. Pensando que estaba tan desesperado como él, Wilde le preguntó: “¿También usted es un candidato al suicidio?” “No”, respondió el hombre, “¡yo soy peluquero!” Según Fedón, esta incongruencia convenció a Wilde de que la vida seguía siendo lo bastante cómica para soportarla»

Hoy, antes de escribir esta entrada, me tomé un auto que manejaba la personificación de un atado de Malboro. Un viejo malo, prepotente, un poco violento, probablemente cagón, y, lo peor, sin gracia. El hombre aprovechó todo el viaje para contarme el proceso sucesorio de la casa de sus padres, de la casa de sus abuelos y la venta de su propia casa. El hombre me repetía todo el tiempo “a mi no me van a cagar”. 

Wilde, cuando se da cuenta de que la vida es lo bastante cómica como para soportarla, lo que hace es darse cuenta de que, en realidad él, el poeta irreverente, el esteta decadentista, no era tan importante. Que si se suicidaba, igual iba a haber un peluquero al lado suyo disfrutando las vistas del Sena, que el mundo seguiría adelante. ¿Absurdo? Sí, como la idea de que tengamos que morirnos. Como si entregarse al delirio que implica estar vivo fuera una forma maximalista del estoicismo. 

El problema del viejo mal llevado que insistió en hacer de una hora de mi vida un infierno de dos es que se daba demasiada importancia. Quizás, cuando me sugirió que “hagamos la de Bombita, dos bidones de veinte litros”, tendría que haberle dicho “¿sabe que pasa? Es que soy un ginecólogo encantador de fines del siglo XIX, y si no le molesta, voy a seguir leyendo mi biografía”. 


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