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Dormir en otras camas

Sobre la poligamia habitacional

Una de las colecciones más pequeñas que tengo –por el tamaño que ocupa y por la cantidad de piezas que tiene– es una de citas que hablan sobre vivir en casas ajenas.  Las guardo, escritas en los papelitos miserables, en el libro del que, creo, surgió el interés: Levantad, carpinteros, la viga del tejado, de J. D. Salinger

En la novela, Buddy Glass, el protagonista, lee encerrado en el baño el diario de su hermano mayor. Todo el libro (es decir, esa novela y la que le continúa, Seymour: una introducción) ronda alrededor de la ausencia física constante de ese hermano, y su presencia total. Buddy está en el departamento de soltero que compartía con él antes de ir a la guerra, de la que ha vuelto para el casamiento de Seymour que decidió no aparecer en el altar. Y no está solo: terminó ahí, por un giro de la trama, con varios invitados del lado de la novia, que lo detestan. Por eso, cuando encuentra el diario, lo lleva al baño para esconderlo. Pero también lo lee. 

En el diario, Seymour cuenta que con la familia de su novia escucharon Los niños sabios –un programa de radio en el que participaron todos los Glass, en el que nenes locuaces van a charlar sobre temas “de adultos”– y que Zooey, el menor de los suyos, estaba en gran forma, soñador. Dice: 

«El locutor les sacó el tema de los planes de viviendas, y la pequeña Burke dijo que detestaba las casas que parecen todas iguales, refiriéndose a la larga serie de construcciones idénticas de las “viviendas sociales”. Zooey dijo que eran “bonitas”. Dijo que sería muy bonito ir a casa y equivocarse. Comer con gente equivocada, dormir en cama equivocada y despedirse de todo el mundo por la mañana con un beso pensando que es la familia de uno. Dijo que le gustaría incluso que todo el mundo fuera idéntico. Dijo que así uno pensaría que todas las personas con que uno se encuentra son la esposa, el padre o la madre de uno, y la gente se pasaría el tiempo arrojándose los unos. en los brazos de los otros dondequiera que fuesen y que sería “muy bonito”».

Era una idea que me encantaba. El error en algo tan cotidiano me parecía fascinante. Como si, a partir de ese error, el mundo se hiciera a la vez más grande y más pequeño. Como si, gracias al error, una pudiera liberarse de la tarea agotadora del yo, y pudiera ser y listo. 

Después empecé a guardar cada frase que rondara la idea. Así tengo lo que le leí una vez al guitarrista de Valentín y los Volcanes en una entrevista, que decía que todos tendríamos que tener una banda «y uno se debería cruzar en la calle con la gente y preguntar “ey, ¿cómo anda tu vieja, tu viejo? ¿Y la banda?”» o la de Un reino junto al mar que habla sobre las casas de veraneo que cada temporada
«(...) recibían a las mismas personas que, en cumplimiento de la ley de la vida, habían sido distintas la temporada anterior y lo serían la siguiente. Personas que llegaban con trajes nuevos, con gestos nuevos, con ideas nuevas, encarnando personajes nuevos. Como eran casas para vacaciones –cuando la gente construye para sí misma una vida paralela–, todo era siempre teatral».

En paralelo, mientras me encontraba citas y las guardaba, cuidaba cada vez que podía casas ajenas. Al principio era una actividad razonable. Yo vivía en La Plata, y cualquier oportunidad que se abría de cuidar la casa de algún conocido en Capital, la tomaba. Una amiga de la facultad se volvía a su pueblo, y a mí me tocaba cuidar a su gata. Mi prima viajaba y yo le regaba las plantas. 

Pero después, ya mudada oficialmente a Buenos Aires, seguí con el gesto. Suelo ser la persona que se ofrece, quizás demasiado enfáticamente, para regar las plantas o cuidar al gato. Y así, incluso ya mudada hace bastante tiempo, me encontraba tomando micro vacaciones en otros barrios, en casas conocidas pero de otros. 

Vivir en una casa sin su dueño presente es lo opuesto a una invasión. Una ocupa el espacio reduciendo al mínimo la huella que podría dejar, imitando las formas que cree que el otro tiene, solamente guiada por la memoria descriptiva que es la disposición de los cachivaches o los utensilios de cocina que parece haber a mano. Solo incorpora los indispensables, y resuelve la diaria con lo que ese nuevo mundo ofrece. Algo así como esos reality shows en los que te tiran en el medio de la selva desnudo y con un cuchillo, solo que con más calefacción.

Solo después de hacer el ejercicio de vivir ajustado a la vida del otro, de probar lo que para el otro es cotidiano, una puede proponerse incorporar en esa vida prestada pequeñas mejoras que sugerirle al dueño de casa más tarde. Incorporar una espumadera que regalarle porque no tiene, o dejarle un dulce casero en la heladera. 

Lo interesante de esos movimientos mínimos, de esa adecuación de la forma a un espacio nuevo, es la posibilidad de desprenderse de las mañas y los hábitos, esas ideas calcificadas de lo que una es. No es tanto jugar a ser otra, como sacarse de encima las prendas que llevaba hace tanto tiempo encima y que, gracias a un cambio en la temperatura del ambiente –¡fantástica sorpresa!– nos sentimos mejor dejando atrás. 

En la última casa que cuidé, me enamoré. Pero también, en la última casa que cuidé se enamoraron de mí. Nos enamoramos como se enamora una, uno, cuando está de vacaciones. Con lo que trae en la mochila y que es necesario para estar vivo, para que el homesick no nos haga pensar en volver antes: mostrándonos los indispensables de cada uno. 

La última cita que incorporé a la colección es una de Valeria Luiselli. En  “Otros cuartos”, un ensayo que escribe sobre la vida en campus universitarios (Papeles Falsos, Sexto Piso, 2010), habla de la sabiduría singular que pueden tener solamente los porteros nocturnos de los edificios.  Cuenta lo que le dice uno con el que ha logrado construir algo parecido a un cotidiano. Dice: 

«Lo que tienes que hacer –me dice el portero cuando regreso tarde y vencida de la biblioteca y nos fumamos un cigarro, tiritando, en las escaleras del edificio– es salir de aquí lo más posible. Regresar solo a estudiar y a comer, y nunca a dormir, porque a medida que uno va pasando noches en casas distintas –recámaras, pensiones, hoteles, cuartos prestados, camas compartidas–, conocé un poco más, y tal vez más profundamente, su intimidad. Aprenderíamos a sondear más hondo en nosotros mismos –continúa– mirándonos de vez en cuando en los espejos de un baño ajeno, lavándonos la cabeza con otro champú o colocando la cara alguna noche, en la almohada de otra persona. Todos deberíamos participar de cierta poligamia habitacional y dormir las más veces posibles en camas ajenas si queremos ser de veras fieles al llamado milenario: conócete a ti mismo».  

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