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¿Conversaste con tu casa hoy?

Sobre el museo de uno mismo

El historietista Lewis Trondheim cuenta en Mis Circunstancias su visita al museo de Elvis. El museo es la casa de Elvis, y así se mantenía. La pieza con su colcha y sus sábanas de seda, las guitarras en el estudio de grabación, en la cocina unos vasos listos para que alguien se sirva una pepsi de la heladera. 

¿Fueron ustedes? Yo no, pero vi El último Elvis, la película de Armando Bo. Y durante algunas semanas pensé mucho en esa casa (quizás, alentada porque K. inició un período de fascinación por Elvis, rescate de versiones en vivo e imitaciones mediante) 

Es que Graceland parece la casa de alguien. Es fea, fea con ganas. Decisiones estéticas que harían que una persona con más de un tablero en Pinterest se arranque los ojos. Pero es personalísima. Un lugar hecho a la medida de alguien que quiere vivir ahí. Y eso la hace preciosa, al menos en su sentido etimológico: algo que exhibe su valor. Seamos honestos, ¿ustedes no construirían una habitación selvática si pudieran?

Pequeña digresión: cuando fui a ver por primera vez el departamento donde transcurrirían luego la mayoría de mis días porteños, tuve la misma sensación. Varios de los techos estaban pintados de azul oscuro, y en el pasillo había una lámpara hecha con cápsulas de café recicladas. Ay, qué horror, sí. Pero cuánto amor había en el gesto de pintar un techo, cuánto tiempo mirando un lugar y pensando qué sería lo mejor se esconde en hacer una lámpara con tus manos. Ay, qué hermoso, también.

En la historieta, Trondheim cuenta que, años después y en ocasión de una mudanza,  encontró la entrada a Graceland, que había guardado como recuerdo de un viaje con amigos. Descubre, en esa entrada guardada entre otras chucherías que él también estaba construyendo “un museo de sí mismo”. Que guardaba cosas que parecían valiosas para contar su historia, aunque a priori esa historia no sea tan interesante como la vida del Rey del Rock. Un museo que no iba a tener visitas, a diferencia del de Elvis: cosas acumuladas en su casa hasta su muerte, cuando sus deudos tuvieran que emprender la tarea de decidir qué hacer con todo ese acumulado. 

Cuando era chica, visitamos con mi familia la casa de Urquiza en Entre Ríos. De ese viaje me acuerdo muy poco, apenas las cabañas que eran vagones recuperados y que estaban en un lugar que parecía –a los ojos de mi versión de nueve o diez años– una selva fascinante. De hecho, no me acordaba de quién era la casa (gracias, Dios, por los grupos de whatsapp familiares), solo me acordaba que era un palacete español, con patio en el medio y un aljibe, y que la guía había contado que al dueño de la casa le encantaba la sal. Le gustaba tanto que, cuando le preparaban galletas saladas, pedía que antes de servirlas las volvieran a bañar en sal. 

Es importante que tu casa se te parezca. Eso puede significar techos pintados de azul, usar botellas vacías como decoración o que la paleta de colores sean tus colores favoritos, aunque no combinen. Puede ser tener fotos de tu infancia exhibidas al lado de una reproducción de tu pintor favorito, arriba de un mueble que heredaste de una tía. Tener una bolsa de sal para re salar tus galletas marineras. Que haya capas geológicas de vos en la casa y cuartos o rincones temáticos. Que tu casa tenga libro de visitas o souvenires a la salida, porque tu casa también puede ser Graceland. 

Nuestra casa cuenta una historia: la nuestra. Lo que hacemos es recortar nuestra experiencia vital, guardar lo que creemos que va a ser importante para decir “yo estuve acá. Yo fui parte de esto. Yo hice, con mi tiempo en el mundo, algo parecido a esta lámpara reciclada”. 

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